Abrazo, muerte, miel
Te abrazo fuertemente, te aprieto,
pongo en funcionamiento todos los músculos de mis brazos, los de todo el cuerpo,
porque cuando te abrazo también te abrazan mis muslos, mi espalda y así,
sucesivamente, todas las partes que has despertado con el candor de tus labios.
Te
abrazo, no me canso de abrazarte, de cerrar los ojos para deslizar suavemente
mis manos por tu cuello y dirigirlos como una campaña de conquista hacia
tu espalda. Una caricia eterna se teje en esos centímetros, una caricia en la
que me deshago; las manos se vuelven agua y, con la fuerza de un mar enfurecido
grito tu nombre, lo descompongo, cada fonema entra desde tu piel en
dirección a mis colinas, montes y humedales: Un gemidito interno, un sobresalto
en sólo unos cuantos centímetros.
Te
sigo abrazando y es esta finitud que los compone, es esta forma tan corta, tan
pequeña que se instaura en el imaginario de las noches y me desvela, llena de
pulsaciones mis manos, los dedos, las yemas con las que siempre te recorro
cuando empiezo a terminar el abrazo. Alucino.
Te
sigo abrazando y también sigo muriendo, vivir, mas no abrazarte es una muerte,
una muerte que quizá soportaría, porque ¿de cuántas muertes diarias no se
muere el hombre? Pero, ¿cuántos hombres resucitan? Yo resucito cuando nos encontramos,
cuando entre tu mirada y la mía, entre nuestros abrazos el mundo toma una
tonalidad distinta, entonces, morimos y vivimos. Un juego resplandeciente en
donde la muerte sabe a miel, un juego finito, de renovaciones.
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