Un encuentro efímero


Ilena llega al teatro y saluda a su amiga imaginaria y le pregunta: ¿No lo has visto?, quiero perderme en sus adentros, quiero escarbar cada centímetro de su grande boca, quiero hacer de esta noche una mantilla ensambladora de placeres. Ella cierra los ojos, siente un beso profundo que reclama sus entrañas, que dibuja maripositas en el espejo de su alma. Es él, es él, el flaco bello, el de la sonrisa inocua y se pierden juntos en la espesura de la noche, ella toca su mano, su mano que ilumina y va esquivando los huecos, el polvo blanco que eleva. Están por ahí, danzando el tango, bebiendo la vida, perdiéndose en el tacto suave de las palabras hermosa. Ilena vuela, vuela extasiada de placer, se pierde en el cielo. El bello flaco no la alcanza, sus manos se crispan, se pierde, se pierde en la fértil tierra.
El flaco no está, su voz no toca esta mañana inhóspita. Ilena está tendida en el piso con el corazón de juguete, con la boca muerta y se abraza a su fuerza, a esa otra parte suya que siempre abandonaba, se amarra a su temperamento grisáceo para olvidar el personaje, ese terrenal y se dice a sí misma mientras el humo del cigarrillo la envuelve en una nube traslúcida, -pude huirle al tiempo, pude desmembrarlo con miles de excusas, pude estrangular lo que de manera insidiosa se empeñaba en mostrarme: su ausencia, pero no, me sumí en la búsqueda infrangible de su rostro en mi memoria, desaté tormentas en mis labios, mis senos se endurecieron de rabia y perdí la batalla pues su voz, esa que acompaña dulcemente el olor a flores que emana de su cuerpo se perdió tácitamente en el eco de la noche y en la mañana solo perduraba un recuerdo, un recuerdo lejano, pávido, inicuo.

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